Ella jugaba con unas ramitas mientras yo miraba sus manos y escuchaba las palabras que escapaban de sus ojos. “El hombre es como el gobierno, las mujeres tenemos dos gobiernos”, dijo. Ahora tiene casi 60 años y durante más de la mitad de su vida ha formado parte de “la organización”, como se refiere al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Entró cuando a su esposo se le acabaron las excusas para llegar tarde a casa. No era sólo que llegara tarde –me confesó-, había dejado de beber y también de pegarle. Ella prometió no decir una palabra y él accedió a contarle qué hacía en la montaña. “Así es la lucha”, me dijo, “se te clava en el corazón, sabes que es tuya cuando la sientes”. Desde entonces, además de ser pareja se hicieron cómplices.
Por la radio supo que el EZLN había logrado tomar Ocosingo y San Cristóbal, pero fue difícil festejar porque había muchos muertos y heridos. Pasaron varios días hasta que le avisaron que su esposo estaba a salvo. “Los priistas corrieron a la montaña, pensaron que éramos como ellos”, me dijo mientras disimulaba una sonrisa, “pensaron que los íbamos a matar”. Muchas mujeres participaron en los combates pero otras, como ella, se encargaron de resguardar sus comunidades. En la huída, los priistas, dejaron casas y terrenos vacíos. Las mujeres decidieron usar una de las casas abandonadas para construir un horno y hacer pan. No quisieron pedir ayuda a los hombres que por entonces estaban ocupados resistiendo al ejército. Aunque nunca lo habían hecho, construyeron el horno y con la venta del pan juntaron un poco de dinero para comprar unos pollos. De la venta del huevo sacaron suficiente para un becerrito y así, con mucho trabajo y paciencia, armaron una cooperativa de mujeres.
Un día los militares entraron a la comunidad. Era 1995 y Zedillo había ordenado la ocupación del territorio zapatista y la captura de los mandos del EZLN. Detuvieron a su esposo y a uno de sus hijos. Logró arrebatarles al niño de seis años pero se llevaron a su pareja. La comunidad entera tuvo que resguardarse en la montaña durante meses, sin agua y sin comida. Cargaron lo que pudieron: cobijas que se mojaron en el camino y algunos trastes para cocinar. Ella decidió quedarse. Convenció a su suegro de acompañarla al cuartel donde los militares le aseguraron que su esposo volvería pronto. Esperó durante 15 días hasta que escuchó un consejo: “Compañera, súbete a la montaña, si te quedas aquí, los militares te van a violar”. Subió sola, aunque sus ojos lloraban más que las lluvias torrenciales que caen por esas tierras. Meses después él la alcanzó. Llegó sangrando, lo habían torturado; metieron una y otra vez su cabeza en el río preguntándole dónde estaba el Sub. “No contó nada”, me dijo con orgullo.
Unos años después decidieron moverse a las tierras recuperadas. Ahí, una “sociedad civil” les regaló una máquina de coser y las mujeres empezaron a hacer vestidos. En la finca en que nació no se usaban trajes tradicionales pero era lo que más se vendía en la Ciudad de México, así es que aprendieron a hacerlos. Dejó la cooperativa de costura cuando le asignaron un cargo y se convirtió en agenta de su zona. Fue agenta antes que su esposo y eso trajo celos y discusiones, hasta que un día, los hijos llamaron al padre y le dijeron: “Tú eres un viejo zapatista y tienes que entender que es su responsabilidad”. Durante un buen tiempo ambos ocuparon cargo en el municipio autónomo, pero no pudieron mantener los gastos de transporte y ella tuvo que dejarlo para que él pudiera seguir yendo. Se le mojan los ojos cuando lo cuenta.
En 1997 llegó a la Ciudad de México con la Marcha de los Mil 111. Se ríe mientras cuenta cómo antes de salir algunos hombres tuvieron miedo y prefirieron quedarse. Ella tuvo que dejar a una de sus hijas con menos de un año y al volver, la bebé que antes de partir amamantaba, rechazó su pecho. Hoy esa niña es promotora de agroecología. En tan sólo dos generaciones el zapatismo ha logrado lo que el feminismo –ese que se enuncia en singular- no logró en dos siglos: entender que la revolución de las mujeres, o es de hombres y de mujeres, o no es revolución.
¿Escucharon? Quienes se llenan la boca de emancipación cuando están frente al micrófono y las plumas pero lo olvidan en la cama y en las asambleas. Quienes participan en pláticas sobre zapatismo donde sólo los hombres tienen la palabra pero se inflan la lengua con expresiones como “micro machismos”. ¿Escucharon? Quienes se dan golpes de pecho por “la lucha” pero terminando “las clases” celebran con un brindis por los penes y ridiculizan a los feminismos. El hombre que no escucha es como el gobierno, y la izquierda tiene dos gobiernos. En la escuelita aprendimos que el camino es largo y requiere mucho trabajo, pero sobre todo, que empieza sólo a partir de que aceptamos que es posible y necesario tumbar al gobierno que traemos dentro.
Publicado en La Jornada del Campo, 15.3.2014.