La violencia contra las mujeres en México se enmarca en un contexto más amplio de violencia de Estado que intensifica y acentúa las formas propias de la violencia de género. Es una violencia silenciosa y velada, negada hasta el cansancio por las autoridades. Son esos números sin rostro que muchas veces, con nombre de mujer, engrosan las estadísticas del gobierno federal para cumplir con los requisitos que impone la certificación estadounidense en la lucha contra el narco. Acusadas de delitos contra la salud, son encarceladas las sin nombre, las sin voz, para que caminen libres, ocupen cargos políticos y se sienten a despachar desde sus oficinas quienes se benefician del baño de sangre que ha desatado la venta ilegal de armas y la imbricación entre la clase política mexicana y estadounidense con el crimen organizado.
Sus cuerpos sirven como campos de batalla, en ellos, la lógica patriarcal del poder autoritario disputa su derecho a imponerse, a disponer de sus vidas y de su dignidad. Justificado en la lucha contra el narco, el gobierno mexicano intenta reforzar su insipiente legitimidad y justificar el avance del neoliberalismo, criminalizando cualquier tipo de disidencia u organización social, solapa y participa de los negocios que enriquecen a unos cuantos. Su campaña de terror y abuso, permea hasta lo más íntimo de la sociedad y favorece un clima de impunidad en el que las mujeres se convierten en blanco privilegiado de la violencia.
De acuerdo con cifras oficiales, de diciembre de 2006 a febrero de 2011, suman más de 34 mil muertes vinculadas a la guerra contra el narcotráfico que impulsa la administración de Felipe Calderón Hinojosa, prácticamente una muerte cada hora. La administración calderonista se ha caracterizado por un uso desmedido de la violencia de Estado, por un autoritarismo que cuando no ajusta el régimen jurídico, limitando y restringiendo libertades individuales, violenta descaradamente el estado de derecho.
Al amparo de la clase política, proliferan el tráfico de órganos, drogas, personas y armas en el país. Por ejemplo, en el estado de Tlaxacala, gravemente afectado por la trata de personas, particularmente de niñas, las pocas organizaciones civiles que insisten en denunciar los crímenes sonimidas. La participación de la clase política en los negocios criminales por sabida se calla. La capacidad de incidencia de la sociedad civil para frenar el problema, disminuye en la misma proporción en que la sociedad normaliza el fenómeno como parte de la vida comunitaria.
En ese clima de inseguridad total, la impunidad ha demostrado ser el riesgo más grave. La violencia como el poder, se produce y reproduce, con sus particularidades, en cada esfera de la vida. La impunidad con que el gobierno justifica desapariciones y encarcelamientos de opositores al régimen, violaciones de mujeres a manos del ejército, ejecuciones extrajudiciales y el asesinato y censura de periodistas críticos, permea en la sociedad y favorece una normalización de la violencia que, mezclada con la impunidad reinante, desemboca en más violencia, cobrando una intensidad y características propias contra las mujeres.
Muchos son los rostros de la violencia contra las mujeres, 1 728 feminicidios de enero de 2009 a junio de 2010 de acuerdo con la misión internacional de expertas en violencia contra las mujeres y el feminicidio. Pocos, sin embargo, son los nombres que conocemos, tantos los silencios anónimos que nos recuerdan con dolor la impunidad reinante. La violencia tiene muchos rostros, la tortura sexual es uno de ellos. Ahí está Atenco para recordarnos que nuestra anatomía es para otros la geografía del poder.
En 2006 cuando los floricultores de San Salvador Atenco -comunidad del Estado de México-, se opusieron a la expropiación de sus tierras para la construcción de un aeropuerto, el gobernador Enrique Peña Nieto demandó al gobierno federal la entrada de la Policía Federal Preventiva (PFP). Las fuerzas policíacas con entrenamiento militar entraron casa por casa sin órdenes de cateo y con lujo de violencia golpearon a jóvenes, adultos y ancianos, desnudaron, vejaron y violaron durante horas a las mujeres. La tortura sexual no fue casual sino sistemática. Los testimonios indican que los policías iban preparados con condones y tenían orden de agredir a las mujeres. A pesar de las pruebas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación prefirió considerar las violaciones tumultuarias como hechos aislados, policías fuera de control.
La violencia genera más violencia al amparo de la impunidad, hoy el Estado de México es la entidad que más feminicidios registra, 922 mujeres en cinco años. La explicación oficial es que las propias mujeres propician y se exponen a esa violencia. Peña Nieto con seguridad será el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la presidencia del país en las próximas elecciones y cuenta con el descarado apoyo del duopolio que controla los medios de comunicación.
Otra cara de la violencia contra las mujeres se esconde en la militarización de los territorios indígenas, bajo la excusa de la lucha contra el narco. San Juan Copala, municipio que declaró su autonomía en 2007, es un caso emblemático de la estrategia contrainsurgente del militarismo neoliberal feminicida. En el municipio autónomo brillan por su ausencia las instituciones gubernamentales encargadas de la seguridad pública y de impartir justicia, en su lugar, se esgrime una falsa debilidad que es aparentemente aprovechada por organizaciones “no estatales”, como la Unión de Bienestar Social de la Región Triqui (UBISORT) y el Movimiento Unificador de la Lucha Triqui (MULT) claramente vinculados al PRI y al gobierno de Oaxaca.
Recurren a las fuerzas paramilitares para interrumpir un proyecto autónomo cuyo objetivo es superar la inseguridad reinante y mejorar las condiciones de vida del pueblo triqui. En 1996 fueron sometidos y atacados niños y mujeres que esperaban para viajar juntos al mercado de Juxtlahuaca, siete de ellas fueron violadas, una vez más, a la justicia se opuso la impunidad y el silencio. Hoy la violencia continúa, recrudecida, perfeccionada. Las primeras semanas de septiembre de 2010 más de 400 paramilitares tomaron el municipio y establecieron un fuerte cerco que dejó sin comida y agua a los habitantes.
Asesinaron a miembros de una caravana humanitaria e impidieron la entrada de otra. El gobierno del estado se limitó a decir que no podía garantizar la seguridad de nadie en la zona. El gobierno se lava las manos y muchos intelectuales se acomodan en el discurso del Estado fallido, sin percatarse de que reconocer la “debilidad” del Estado encubre su verdadera estrategia, aquella que hace de la impunidad un arma y de la incapacidad una excusa. El Estado neoliberal no es un Estado débil o adelgazado en sus funciones. Es un Estado autoritario que renuncia formalmente a la regulación de la economía para solapar y garantizar el beneficio desmedido del capital privado trasnacional. El privilegio de unos pocos a costa del resto sólo es posible mediante el uso desmedido de la violencia y la represión. A más desigualdad social más violencia de Estado. Por eso no es casual la correspondencia entre la crisis económica actual y la militarización.
A pesar de la represión están quienes se organizan, demandando justicia para poner alto a la impunidad y violencia que ejerce el Estado a través de las fuerzas regulares (ejército y policía) y de las irregulares (paramilitares). “Me quitaron muchas cosas pero la dignidad nadie me la quita”, son palabras de Valentina Rosendo, indígena me´phaa de Guerrero quien después de ocho años de lucha consiguió que la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconociera la responsabilidad del Estado mexicano tras ser violada y torturada por militares.
La más emblemática de esas resistencias es la de las zapatistas, quienes en su caminar parejo descomponen la lógica excluyente del feminismo hegemónico y nos demandan la inclusión de lo masculino en la lucha por los derechos y la dignidad de las mujeres. Su propuesta consiste en la desarticulación de las relaciones de poder como las conocemos, en sostener la autoridad en los principios de reciprocidad y solidaridad. Es un poder que naciendo de abajo y repartido entre todos, es más fuerte. Las acciones de los zapatistas se ven reflejadas en lo inmediato y proyectan su viabilidad a futuro. La cotidianidad en los territorios autónomos, a pesar de la rigurosa vida que les impone la militarización, ha abierto para muchos ventanas de esperanza. Nos recuerdan además que la dignidad es el asidero de la lucha contra el despojo y la explotación, el arma más firme contra la victimización pasiva y silente que impone el Estado a las mujeres violentadas.
Frente a la violencia feminicida del militarismo neoliberal se yergue la dignidad organizada de las mujeres en lucha.
Publicado en Observatorio Latinoamericano, Dossier México. Número 6, Waldo Ansaldi (director). Grupo de Estudios sobre Centroamérica, México y el Caribe del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEAL), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, abril 2011.